Elena Poniatowska
En 1967, Guillermo Haro decidió instalar un observatorio en San Pedro Mártir, Baja California, y en 1972 otro en Cananea, Sonora. Tanto en el de San Pedro Mártir como en el de Cananea dejó mucho de su salud, ya que nunca supo lo que era descansar. “¡Por un lado se ve el océano Pacífico y por el otro el mar de Cortés en el golfo de California!”–exclamaba emocionado desde el pico más alto de San Pedro Mártir.
Le entusiasmaba la belleza del sitio en que instalaría el telescopio a 2 mil 800 metros sobre el nivel del mar. Él mismo conducía la pick-up entre Mexicali y Ensenada para luego ir al rancho Melling y tomar la carretera en construcción a la cima de La Encantada. Le desesperaba ver a los jornaleros sentados a la orilla del camino en vez de picar piedra.
Una mañana se puso a hacerlo para ponerles la muestra. Subía hasta la cumbre a caballo y aunque en la noche no podía dormir bajo la tienda de campaña en su sleeping bag, su amor propio no le permitía que un joven le ganara a sus más de 50 años. Era competitivo hasta la exacerbación. Lo mismo le sucedió en el observatorio de Cananea, en el que trabajó hasta agotarse y con una gran carga de ansiedad, dando de sí hasta lo último de sus fuerzas no sólo en tareas astronómicas sino administrativas y hasta de ingeniería: la construcción de la carretera, los permisos, el mantenimiento de la extraordinaria Casa Greene que compró para el instituto.
En uno de sus viajes, se le ocurrió regresar en tren y como se desesperara de la lentitud y lo largo del trayecto, el “porter” intentó calmarlo: “¿Pero en qué país cree usted que vivimos, señor? Esto es México”.
Alguna vez que viajamos con él a Cananea y dormimos en la Casa Greene, nos enseñó una habitación gigantesca forrada de madera que servía de refrigerador para todos los filetes que se comía el coronel William Cornell Greene, de la Cananea Copper Company, y nuestro hijo, Felipe, comentó que ojalá y a Greene se le hubiera cerrado la puerta hasta congelarlo en vez de matar a los mineros de la huelga de Cananea.
Rembrandt lo acompañó siempre; Rembrandt joven y Rembrandt viejo, los dos autorretratos. Le impresionaba la mirada de desencanto y de tristeza del viejo. Veía obsesivamente los dos retratos y decía de él mismo que se parecía al viejo solitario, desencantado y gruñón. Reía de sí mismo y repetía en inglés a Dickens: “Scrooge was an old man, nobody loved him and he loved no one”.
En esos últimos años se dulcificó. “No vayas a chocar, hijo. Vete con cuidado”. Ni por equivocación asistía a un entierro o a un velorio. “Me chocan ese tipo de manifestaciones”. Al último al que asistió fue al del doctor Ignacio Chávez. En el Instituto de Astronomía lo querían muchísimo y se sentía arropado. En su casa no sabía qué hacer consigo mismo y lo desesperaban los días festivos, ya no se diga las huelgas universitarias que consideraba verdaderas catástrofes. Amaba a la universidad con todas sus fuerzas, la consideraba la raíz de México, su termómetro, su conciencia.
Nunca se dio cuenta, hasta qué punto podía ser luminoso y miraba incrédulo a quienes le rendían homenaje. Así como el pintor Braque decía que el arte es una herida que se transforma en luz, así también la astronomía lo hirió y lo convirtió en luz.
Al morir Guillermo Haro, desparece uno de los últimos representantes de esa generación del México moderno compuesta por Ignacio Chávez, Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Carlos Chávez, José Vasconcelos, los hermanos Daniel e Ismael Cosío Villegas, Arturo Rosenblueth, los hermanos José y Julián Adem, Alberto Sandoval Landázuri, Marcos Moshinsky, Juan Comas y otros con quienes funda la Academia de la Investigación Científica; Alfonso Reyes, Alfonso Caso, en fin, los grandes hombres que forjaron el México que hoy heredamos.
Al salir de su casa en la noche, miraba al cielo. Antes de subirse a su automóvil levantaba la vista hacia el cielo. Al abrir la ventana de su recámara en la noche miraba al cielo y se iba. Haro siempre fue mucho más allá. En un hombre tan lleno de cielo, la conciencia del espacio y de lo que significamos dentro de él, le hizo darse cuenta que su cuerpo también es espacio y supo muy pronto que era asimismo una versión microcósmica de la bóveda celeste. Respiraba estrellas y la luz atravesaba por él a 300 kilómetros por segundo, así como le toma un segundo ir de la Luna a la Tierra. Su cuerpo como el de otros notables se volvió un universo, y aunque el espacio interior no tiene forma, Guillermo lo vivió intensamente; tan es así que hoy a Guillermo Haro lo sentimos presente.
El texto del doctorado del Case Institute of Technology, de Cleveland, Ohio, que le fue entregado el 9 de junio de 1964 es conmovedor y quisiera leerlo aquí para finalizar:
“Eminente científico y educador, conocido y respetado en las repúblicas americanas y en el ámbito de la ciencia, usted ha dedicado su vida a la ilustración de sus semejantes. Sus búsquedas e investigaciones han llevado a notables descubrimientos astronómicos. Usted es un pionero en el avance de la comprensión de la teoría de formaciones de estrellas y en la evolución estelar. Usted ha contribuido eficazmente al crecimiento de medios de investigación astronómica en México. Su trabajo ha dado renombre a su universidad y a su país. En los años futuros, estudiantes y astrónomos de muchas naciones serán beneficiados con los estudios y descubrimientos de usted.
“En reconocimiento a sus múltiples logros el Instituto Tecnológico de Case se enorgullece al premiarlo con el grado honorario de Doctor en Ciencias.”
Guillermo Haro pudo hacerle el bien a México, a sus discípulos, a quienes lo siguieron, a quienes creyeron en él, a quienes lo amaron y a quienes no lo amaron. Incluso después de muerto, a sus hijos y a mí, nos lo está haciendo.
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